
Por Leonardo Gil
El término “Sentido Común” ha sido utilizado históricamente como una apelación a lo que es “obvio” o “natural” para el pueblo. Su uso político más influyente antes de la era moderna fue en el panfleto de Thomas Paine, Common Sense (1776), que tuvo un enorme impacto en la revolución americana,
En la antesala de las elecciones presidenciales del 2028, la República Dominicana enfrenta un momento decisivo: o profundizamos en la polarización y la política del espectáculo que ha definido gran parte del discurso público en la última década, o damos paso a una nueva etapa marcada por lo que muchos ciudadanos ya claman en silencio: una revolución del sentido común.
¿Qué es la revolución del sentido común?
No se trata de una consigna vacía ni de una moda pasajera. La revolución del sentido común es una corriente emergente en las sociedades hartas de promesas grandilocuentes, diagnósticos repetidos y soluciones estéticas. Es la exigencia de lo evidente: que las autoridades escuchen, que gestionen con eficiencia, que digan la verdad, que rindan cuentas y que coloquen al ciudadano, no a su propio ego cesarista o partidario, en el centro de la acción política.
Esta revolución implica rescatar principios básicos que, aunque elementales, han sido relegados: educación de calidad, salud digna, seguridad ciudadana efectiva, oportunidades para los jóvenes, respeto por el medioambiente, gestión pública sin corrupción, y políticas económicas que promuevan la inclusión y la productividad, no solo el crecimiento macroeconómico.
Gran parte de la clase política dominicana se ha vuelto especialista en campañas, pero no en gobiernos. Dominan el arte del slogan, la selfie y la narrativa digital, pero fallan en transformar las instituciones y en solucionar los problemas que afectan a la mayoría. En cambio, el pueblo especialmente los jóvenes y la clase media vive una desconexión creciente con el discurso oficial.
Esa distancia entre lo que se dice desde el poder y lo que se vive en la calle es el terreno fértil para esta revolución silenciosa: dominicanos y dominicanas que ya no se dejan seducir por discursos grandilocuentes, sino que preguntan con lógica implacable: “¿Y eso, cómo me va a beneficiar a mí y a mi comunidad?”.
Frente al desgaste de los modelos tradicionales y la desconfianza en las figuras políticas recicladas, el candidato o candidata que logre encarnar la revolución del sentido común tendrá una oportunidad histórica. No se trata solo de prometer “más de lo mismo pero mejor”, sino de romper con la simulación y ofrecer liderazgo basado en coherencia, transparencia y decisiones pragmáticas.
Esta revolución no pide milagros. Pide eficiencia en lo básico. No exige discursos brillantes, sino políticas que funcionen. No espera salvadores, sino líderes con visión, carácter y una profunda conexión con la realidad cotidiana.
En esta nueva era, el carisma sin resultados pierde peso. Lo que gana terreno es la credibilidad. Los candidatos que quieran ganar en 2028 no deben enfocarse solo en construir una imagen pública atractiva, sino en demostrar competencia técnica, empatía real y compromiso con soluciones concretas. En palabras simples: hablar claro, rendir cuentas y dejar de subestimar al electorado.
Las redes sociales seguirán siendo importantes, pero el boca a boca comunitario, el liderazgo vecinal y la construcción de confianza desde lo local volverán a ser decisivos. Porque la revolución del sentido común no es un fenómeno digital, es profundamente humano.
Los dominicanos no quieren ser gobernados por genios; quieren ser gobernados por gente decente, sensata y con los pies en la tierra. Quieren que se escuche más a los maestros, a los médicos, a los productores agrícolas, a los jóvenes emprendedores, a los que madrugan para buscar el sustento.
La política debe dejar de ser un teatro para los medios y volver a ser una herramienta de transformación. Eso es lo que pide el sentido común.
De cara al 2028, la revolución del sentido común se posiciona como una fuerza moral y social con potencial transformador. Quien quiera liderar el país debe sintonizar con ese deseo profundo de una ciudadanía que ya no quiere ser manipulada ni entretenida, sino respetada y servida.
Tal vez el próximo gran cambio no venga de un gran plan ideológico ni de un líder carismático, sino del retorno a lo esencial: gobernar bien, decir la verdad y poner primero a la gente. Eso, aunque parezca poco, sería verdaderamente revolucionario.
Por Leonardo Gil, consultor en comunicación política y de gobierno